viernes, 21 de marzo de 2014

Tropiezo

Era una soleada tarde de finales de febrero, y salía de entrenar a mi equipo de niños (como podían a la vez sacarme tanto de quicio y llenarme tanto aquellos energúmenos). Desaté la bici despidiéndome afablemente de los últimos padres y puse rumbo al pabellón para asistir a otro entreno, esta vez como jugador. De momento todo pura rutina, metro tras metro, pedal tras pedal. Iba por el camino habitual, algo distraído cuando, de repente, una moto que me adelantaba en algunos metros giró para cruzar el carril bici. Me la encontré justo encima y mis dedos apretaron los frenos como si no hubiera un mañana. La primera rueda en quedarse clavada fue la trasera, arrastrándose varios centímetros por el asfalto generando un estridente chirrido. La rueda delantera se trabó apenas unas milésimas después, catapultándome por el aire, en un escaso segundo y poco más,  dónde el mundo se paró. No veía nada, a la vez que veía toda mi vida pasar de golpe. El aterrizaje fue forzado e inevitable, raspando la palma de cada una de mis manos contra el duro alquitrán solidificado de la carretera e impactando secamente la barbilla contra el planeta, haciendo que todo se sacudiera. No dolía pero si sangraba. No asustaba pero si merecía hacer un cambio e ir con más cautela a partir de entonces.

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